Del ascenso de los Hermanos Musulmanes a la teoría del dominó de la autocracia árabe. Cinco mitos sobre la revolución de Egipto.
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KHALED DESOUKI/AFP/Gettyimages |
Facebook derrotó a Mubarak
No. Hay un chiste que ha estado circulando en Egipto en las últimas semanas y que dice algo así: Hosni Mubarak se encuentra con Anwar el Sadat y Gamal Abdel Nasser, también presidentes egipcios, en el más allá. Mubarak le pregunta a Nasser cómo ha acabado allí. “Veneno”, dice Nasser. Mubarak se dirige entonces a Sadat. “¿Cómo acabaste tú aquí”, pregunta. “La bala de un asesino”, dice Sadat. “¿Y tú?”. A lo que Mubarak contesta: “Facebook”.
No hay duda de que la comunicación a través de las redes sociales ha sido un factor crítico en el derrocamiento de Mubarak. Grupos como el Movimiento Juvenil 6 de Abril y la página de Facebook We Are All Khaled Said [Todos somos Khaled Said], que fueron los primeros en convocar las protestas del 25 de enero que provocaron el levantamiento, tuvieron un importante y arriesgado papel en la ruptura de la barrera del miedo que había hecho quedarse a los egipcios en sus casas.
Pero la explosión popular que condujo al derrocamiento de Mubarak no fue una simple cuestión de hacer llamamientos a protestar desde Facebook; fue el producto de años de rabia y frustración reprimida ante la corrupción y el abuso de poder que se habían convertido en los sellos distintivos del régimen egipcio. Los organizadores midieron cuidadosamente sus mensajes para conseguir atraer a las masas y eligieron una fecha —una festividad nacional destinada a celebrar el papel de la policía, odiada de manera generalizada— que tendría un amplio eco. Al margen de Internet, intentaron introducirse en redes existentes a nivel local y crear las suyas, como el millón de personas que firmó una petición exigiendo cambios políticos fundamentales. Una vez que las fuerzas de seguridad abandonaron la escena, los manifestantes tuvieron cuidado de mostrar su respeto por el Ejército, formando cadenas humanas en torno a los vehículos militares para evitar cualquier incidente que pudiera estropear el estribillo de que “el Ejército y el pueblo son una misma mano”. Y, como un líder clave de las protestas, Wael Ghonim, declaró a 60 Minutes el domingo 13 de febrero, se vieron enormemente beneficiados por la propia “estupidez” del régimen. El corte de Internet motivado por el pánico, su recurso a tácticas de eficacia comprobada, como la contratación de matones para que llevaran a cabo el trabajo sucio, y el no haber sido capaces de ofrecer ningún camino alternativo coherente para el cambio.
Obama merece reconocimiento por la revolución
Sí, pero sólo un poquito. Es cierto que en los primeros días de la revolución, el equipo de Barack Obama se mostró lento a la hora de posicionarse en su totalidad del lado de quienes protestaban, empezando por las declaraciones de la secretaria de Estado de Estados Unidos, Hillary Clinton, de que Egipto era “estable” y siguiendo con la negativa del vicepresidente, Joseph Biden, a llamar “dictador” a Mubarak y con las afirmaciones de Frank Wisner, el enviado de la Casa Blanca —más tarde desautorizado—, quien dijo que era “crucial” que el líder egipcio se mantuviera en el poder.
Cuando la gente de Obama no andaba confundiendo sus argumentos, se dedicaba a ofrecer malos consejos, como en el caso del Departamento de Estado, que debilitó la posición de los manifestantes al animarles a entablar un “diálogo” con el recién nombrado vicepresidente, Omar Suleimán. Pero éste, un hombre de Mubarak encargado del trabajo sucio del presidente, a quien Clinton acogió como inverosímil agente de la transformación democrática, por supuesto no tenía ninguna intención de llevar a cabo unas negociaciones o un diálogo genuinos. En su lugar, organizó un debate unidireccional con la oposición leal —una colección de infortunados partidos con escaso o ningún apoyo en la calle— mientras se negaba a tratar con los representantes de los movimientos juveniles de la plaza Tahrir. Luego emitió una declaración muy poco sincera ofreciendo solo reformas simbólicas y culpando a los “elementos extranjeros” por la sublevación. Después, manifestó que los egipcios carecían de una “cultura democrática”.
Por otro lado, los funcionarios estadounidenses de manera sistemática, y con creciente impaciencia, condenaban el uso de la fuerza contra los manifestantes y animaban al Ejército egipcio a hacer todo lo que estuviera en su poder para evitar el derramamiento de sangre. En un momento dado, la Casa Blanca incluso dio a entender que Estados Unidos estaba revisando su paquete de ayudas militares por valor de 1.300 millones de dólares (unos 960 millones de euros). El presidente Barack Obama, mientras tanto, resistía fuertes presiones por parte de aliados como Israel y Arabia Saudí, que le animaban a respaldar a Mubarak hasta el final, mientras rechazaba los consejos de expertos que exigían que hiciera un llamamiento público y claro al dictador para que abandonara el poder —un paso que habría seguido el juego a la estrategia del régimen de dibujar a los manifestantes como agentes extranjeros—. En su conjunto, lo mejor que podemos decir del equipo de Obama es que no la fastidió demasiado. Hasta que se hizo obvio para todos que el autócrata iba a caer, Washington pareció estar nadando todavía entre dos aguas, intentando buscar un equilibrio entre sus lazos estratégicos con el Gobierno y su genuino deseo de ver colmadas las aspiraciones del pueblo egipcio. Al final, esas posiciones demostraron ser imposibles de conciliar.
Los Hermanos Musulmanes gobernarán Egipto
No. Aunque el movimiento islamista es sin ninguna duda el partido de oposición política más organizado de Egipto por el momento, éste ha manifestado explícita y en repetidas ocasiones que no busca la presidencia. Por ahora, los Hermanos Musulmanes han ofrecido todo su apoyo al responsable retirado de la Agencia Internacional de la Energía Atómica, Mohamed el Baradei, un liberal secular que jugó un papel fundamental como catalizador de las protestas. No está claro si el propio el Baradei busca ser el próximo mandatario, aunque ha dicho que se presentaría como candidato si se lo piden.
Y en cuanto a los miembros del partido en sí mismos, no representan más de un 20% de la población egipcia. Y ahora que la masa pública ha sido movilizada y revitalizada por llamamientos a favor de la libertad y la buena gobernanza —no del islam— el movimiento se arriesga a ser empujado a los márgenes de la vida política. Los egipcios son un pueblo religioso, pero la mayoría muestra pocos deseos de ser dirigidos por decretos coránicos.
No cabe duda de que los Hermanos Musulmanes pueden hacer salir a la calle a mucha gente, en especial en bastiones como Alejandría o en las ciudades del Delta del Nilo. Pero hay que destacar que el grupo no respaldó de manera oficial la ronda inicial de protestas. (Un líder de la Hermandad, Essam el Erian, incluso dijo que “en ese día todos deberíamos estar celebrando juntos” en lugar de protestando contra la policía). Es cierto que su facción más joven sí jugó un papel importante en la defensa de las barricadas en la plaza Tahrir, mientras que sus redes en el exterior fueron cruciales aportando suministros para sostener las marchas. Pero no está claro lo leales que pueden ser a una cúpula dirigente más mayor que no fue capaz de enfrentarse directamente a Mubarak durante décadas. Una amplia coalición secular de juventudes que sepa venderse como la verdadera guardiana de la revolución, tendría un enorme atractivo en las urnas, incluso para los seguidores jóvenes de la Hermandad, según me confirmaron muchos egipcios.
La revolución ha terminado
Quizá. La mayor parte de los revolucionarios que ocuparon la plaza Tahrir durante las últimas tres semanas se han marchado a sus casas, y líderes políticos clave —como el liberal Ayman Nour— dicen que sus principales demandas han sido satisfechas. Mubarak, su Parlamento amañado y su Constitución anti democrática ya no están, y Egipto parece estar floreciendo bajo el gobierno militar de transición, mientras los medios de comunicación estatales dan la bienvenida a la revolución y los egipcios de a pie comienzan a debatir sobre política por primera vez. El Ejército ha prometido traspasar el poder a un gobierno civil y elegido en las urnas en un plazo de seis meses.
No obstante, la caída del autócrata representa sólo el hundimiento parcial de su régimen. Muchas figuras destacadas han abandonado el odiado Partido Democrático Nacional, que vio incendiada su sede el 28 de enero, pero su inmensa maquinaria electoral todavía existe. Cientos de mini Mubaraks —duros mandatarios provinciales y corruptos funcionarios locales— controlan las provincias. El ministro del Interior, aunque muy disminuido, sigue en funcionamiento, al igual que el temido aparato estatal de seguridad del que era presidente. Su último Gobierno, liderado por un ex general de las Fuerzas Aéreas con estrechos vínculos con él, no ha sido reemplazado, y no está claro el papel que asumirá Omar Suleimán de ahora en adelante.
Hasta el momento no existen garantías de que el mubarakismo sin Mubarak no vaya a regresar —todo lo que tenemos es la palabra de una junta que no ha sido elegida por votación y que está liderada por generales colocados en su puesto por el propio ex dirigente—. El Ejército egipcio ha pasado a ocuparse de las huelgas ilegales, que se han extendido por todo el país durante los últimos días, en los que miles de trabajadores públicos —incluyendo, aunque parezca increíble, a oficiales de policía que pretenden conseguir sueldos más altos— han aprovechado el momento para hacer valer sus propias exigencias. Si la huelga va a más, habrá que tener cuidado: Egipto podría dirigirse a un prolongado periodo de inestabilidad en vez de a uno de consolidación democrática. Lo que está pasando en Túnez, donde las sucesivas oleadas de protestas han conducido a una espiral de recriminaciones y dimisiones de alto nivel, podría muy bien suceder a continuación en El Cairo.
Otro peligro es que si no se mejoran con rapidez las vidas de los más pobres del país, un 40% aproximado de los cuales vive, según algunas informaciones, con menos de 2 dólares al día, podría producirse una reacción violenta. La revolución puede haber triunfado, pero ha herido en profundidad la economía egipcia, que depende fuertemente del turismo y es vulnerable a las fluctuaciones en el precio de los productos básicos, como el trigo.
Y no olvidemos que los organizadores de las protestas han convocado concentraciones semanales todos los viernes hasta que todas sus demandas —incluyendo la liberación de todos los detenidos políticos y la instalación de un gobierno provisional de unidad nacional— sean satisfechas. Como me dijo uno de ellos: “Sabemos cómo encontrar la plaza Tahrir”.
El país X es el siguiente
Es demasiado pronto para decirlo. A medida que se producen manifestaciones en Argelia, Bahrein, Jordania, Libia y Yemen, es fácil imaginar que las protestas populares puedan barrer toda la región expulsando a los autócratas desde Rabat a Riad. Con claridad, lo que ha pasado en Egipto, el corazón palpitante del mundo árabe, no se quedará allí.
No obstante, los revolucionarios de El Cairo tenían unas pocas ventajas especiales. Junto a su enorme aparato mediático estatal, entre los mayores del mundo, el país podía presumir de contar con periódicos independientes y una sólida, aunque asediada, sociedad civil que había aprendido mucho en sus años de trabajo contra el régimen (varios de los organizadores clave de las protestas, como Ahmed Maher y Zyad el Elaimy, eran veteranos de Kefaya, uno de los primeros movimientos anti gubernamentales). Los reporteros y expertos egipcios eran a menudo hostigados, pero podían escribir lo que quisieran siempre y cuando no cruzaran ciertas líneas rojas, como tratar la salud del presidente o ahondar demasiado en acuerdos empresariales corruptos. Internet era controlada, pero no directamente censurada. Cientos de periodistas extranjeros tenían experiencia y contactos en Egipto y podían difundir información sobre lo que estaba pasando. Y dados los estrechos lazos entre el Pentágono y el Ejército egipcio, Estados Unidos contaba con una influencia que podía haber ayudado a evitar una represión mucho peor. Otros movimientos de protesta no tendrán tanta suerte. Los líderes de oposición en otros países árabes tendrán que encontrar sus propios caminos a la victoria basados en su situación local; fijar solo una fecha y hacer un llamamiento a la gente para que se eche a las calles no funcionará. Y ahora se enfrentan a gobernantes aterrorizados que ven con claridad que necesitan adaptarse, aunque ninguno de ellos renunciará a un ápice de poder real. Algunos, como los monarcas de Bahrein y Kuwait, intentarán desactivar cualquier efecto Túnez repartiendo montones de dinero, mientras otros, como el rey Abdalá II de Jordania, están despidiendo a sus gobiernos y prometiendo reformas políticas una vez más. Los peores del lote, como Muamar el Gadafi, de Libia, y Bashar Assad, de Siria, optarán por una mayor represión.
El cambio está llegando al final al mundo árabe. La única pregunta es cuán rápido y doloroso va a ser.
CONVULSIÓN ECONÓMICA EN IRÁN
La economía iraní entre sanciones internacionales y recortes internos.
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MAJID SAEEDI/Gettyimages |
La ola de cambio en el mundo islámico ha llegado en el peor momento para Irán. El aislamiento internacional que sufre el país por su programa nuclear ha golpeado significativamente a todo su sistema económico. Así, con un humor social poco proclive al Gobierno, con una oposición agazapada y una economía en crisis, los iraníes han visto lo sucedido en Túnez y en Egipto: la receta para la tormenta perfecta.
En cuanto a las sanciones internacionales impuestas por Naciones Unidas, desde Teherán afirman que las mismas no han generado ningún impacto significativo pero la realidad indica que la economía del país no pasa por buenos momentos. El Banco Central de Irán no publica desde 2008 el índice de crecimiento económico, sin duda porque tales datos mostrarían que la situación se separa de las auspiciosas estimaciones oficiales. Para el Banco Mundial, el volumen de la inversión externa ha caído hasta 2,9 billones de dólares en 2010 (unos 2000 millones de euros) y se espera que alcance 1,2 en 2011. Sin inversión y sin tecnología, disminuyen las posibilidades de explotar las inmensas riquezas de gas y petróleo que constituyen el 80% de los ingresos de Irán. El National Intelligence Estimate que se ha actualizado para el Congreso de EE UU en esta semana, afirma que incluso en el seno del régimen iraní hay divisiones acerca del futuro del programa nuclear debido al impacto de las sanciones internacionales.
La solución, para el Gobierno de Mahmud Ahmadineyad, ha sido la de eliminar de forma escalonada el amplio programa de subsidios estatales para ahorrar los 100 billones de dólares anuales que cuestan al Estado (un cuarto del PIB del país). Esta medida, impopular políticamente hablando, aunque necesaria para su economía, fue aprobada en enero de 2010, pero su puesta en práctica fue atrasándose primero para el nuevo año iraní (comenzaba el 21 de marzo del año pasado), luego para después del verano, para iniciarse al final el 22 de diciembre.
En los próximos cinco años, 16 productos y servicios (como gasolina, gasoil, queroseno, gas, electricidad, pan, agua, arroz, aceite, leche, trigo, servicios de correo y pasajes aéreos) tendrán precios de mercado, a medida que se retiran las ayudas del Estado. Para compensar a los ciudadanos, se deposita desde octubre de 2010, 40 dólares mensuales en las cuentas personales de 60 millones de iraníes (casi el 80% de la población) lo que suma un total mensual de 2,4 billones de dólares. Los economistas opinan que esto es contraproducente ya que una mayor liquidez interna genera irremediablemente inflación. En los últimos dos años la masa monetaria iraní ha crecido un 50%.
El producto de mayor importancia en perder los subsidios ha sido la gasolina. En Irán existe una diferenciación entre la que está subsidiada (limitada a 60 litros mensuales por vehículo) y la que no. A partir del 21 de enero, la primera cuesta 4000 riales (equivalente a 0,40 euros) casi un 400% más que su precio anterior. La no subsidiada tiene un valor de 7000 riales el litro. Desde que comenzaron a aplicarse los recortes en el combustible a comienzos del pasado mes de diciembre, su consumo ha caído un 20% sin que pueda saberse cuanto ha aumentado el descontento de los iraníes acostumbrados a que ésta sea barata y casi sin restricciones.
Con el intento de evitar un proceso inflacionario el Gobierno ha prohibido el aumento de los precios y ha utilizado a la milicia Basiji para controlar a quienes no cumplan esta medida. Recurrir a la fuerza muestra el temor que tiene el Estado ante el creciente descontento popular. Este grupo fue el encargado de chocar con los manifestantes después de las protestas derivadas de las elecciones presidenciales de junio de 2009 y su incorporación orgánica a los Pasdaranes (Guardianes de la Revolución) los convierte en los sostenedores del orden interno, la policía ideológica al mando del Ejecutivo.
Sin embargo, el aumento de los precios del petróleo podría ser la buena noticia y la salvación a corto plazo de la economía del país, ya que le permitirá mayores ingresos. De aquí que los niveles de crispación retórica hacia el exterior se mantengan altos y el tono sea desafiante. En la medida que el coste del crudo se mantenga alto, disminuirá también la posibilidad de una solución al problema del programa militar iraní.
Ese es el contexto económico y social iraní cuando comenzaron a llegar las noticias de lo sucedido en Túnez y Egipto. El régimen ha aprendido las lecciones de las protestas de 2009 y mantiene un control estrechísimo sobre la población y sobre los líderes de los movimientos opositores. Sin embargo, los enfrentamientos entre las fuerzas de seguridad y los manifestantes demuestran que el descontento es mayor que el control. La oposición política ve lo sucedido en el mundo árabe como una oportunidad más para expresar el malestar existente en el país.
Las palabras de apoyo del líder supremo y del presidente Ahmadineyad con lo sucedido en El Cairo tuvieron por objeto aprovechar la oportunidad política que le brindaba la debilidad de un viejo enemigo, el Gobierno de Mubarak. Pero hasta allí el apoyo al ejercicio del derecho de expresión popular, ya que casi al mismo tiempo se prohibía cualquier reunión en las calles iraníes. Un ejemplo claro de la política de doble rasero tan criticable por los gobernantes de la región.
Para concluir, la situación iraní actual combina un velado enfrentamiento dentro de la misma elite gobernante de Irán, una callada pero existente oposición al régimen y una mala situación económica con todas las consecuencias sociales que eso significa, en un contexto de aislamiento internacional.
La sociedad iraní ha cambiado drásticamente en los últimos treinta años. Ahora, es mucho más educada y joven que la que hizo la revolución contra el Sha. Es por ello que las reformas son imprescindibles y constituyen una demanda legítima. El Gobierno no debería malinterpretar la realidad y pensar que solo existen razones exógenas para el descontento.
La esquizofrenia inflacionista
La esquizofrenia inflacionista de los keynesianos
por Juan Ramón Rallo
Juan Ramón Rallo Julián es Director del Observatorio de Coyuntura Económica del Instituto Juan de Mariana (España).
He comentado en numerosas ocasiones que uno de los atractivos de la Teoría General de John Maynard Keynes es que le da la vuelta completamente a todo el saber convencional en materia económica. Tuvo que ser fascinante para toda una generación de economistas, frustrados por su impotencia ante los acontecimientos de la Gran Depresión, que un iluminado apareciera con un recetario mágico diciéndoles y convenciéndoles de que todo cuanto habían aprendido hasta el momento era falso y que para hallar la verdad sólo debían profesar fe en todo lo contrario a lo que habían estudiado.
Es un ejercicio interesante pasar las páginas de la Teoría General en búsqueda de disparates, sinsentidos y tergiversaciones. Al lector ducho en economía le costará sin duda no localizar una página con varios errores. Uno de tantos es el tratamiento que Keynes hace de los tipos de interés. Hasta la “revolución” que supuso el inglés, los tipos de interés eran considerados como la prima de valor de los bienes presentes sobre los bienes futuros (preferencia temporal): cuanto más dispuestos estuvieran los consumidores a diferir su consumo, más bajos resultarían estos.
Para Keynes, sin embargo, los tipos de interés del dinero —que son en su opinión los realmente relevantes— dependen en primera instancia de la preferencia por la liquidez: si la gente quiere atesorar mucho dinero, los tipos de interés subirán y si, en cambio, está dispuesta a invertir su dinero atesorado en renta fija, los tipos de interés bajarán.
La divergencia entre la visión austriaca y la keynesiana tiene una relevancia enorme. Para los austriacos, ahorro e inversión necesariamente van de la mano: si se ahorra mucho, los tipos de interés bajarán (por la menor preferencia temporal), de modo que inversiones que no eran rentables pasarán a serlo, generándose una demanda de inversión que absorberá el exceso de ahorro. Por el contrario, si la demanda de inversión aumenta sin que lo haya hecho la preferencia temporal, los tipos de interés subirán, lo que llevará a los empresarios a competir por captar unos recursos dados para implementar sus proyectos —desplazando a los empresarios marginalmente menos rentables— o a los consumidores a incrementar su ahorro para sufragar todas las nuevas demandas de inversión —cuando, por ejemplo, se produce un adelanto tecnológico que promete una elevada rentabilidad y que requiere de un aumento temporal del ahorro para su implementación—.
Para los keynesianos, ahorro e inversión también van de la mano, pero en un sentido distinto: el ahorro se genera automáticamente a partir de los deseos de inversión de los agentes. Si la inversión agregada aumenta, la renta agregada lo hará y, con ella, el ahorro necesario para sufragar las inversiones iniciales; si, por el contrario, la inversión agregada se desploma, la renta agregada también lo hará y, con ella, el volumen de ahorro disponible. Keynes, por consiguiente, temía que el volumen de inversión agregado —determinado no por el tipo de interés, sino por la eficiencia marginal del capital— no fuera suficiente para sustentar una renta agregada creciente; esto es, que la inversión no fuera capaz de absorber todo el ahorro que iba quedando disponible conforme nos enriquecíamos y que, por consiguiente, ese ahorro se autodestruyera cuando la renta agregada decreciera por la parca inversión agregada. En definitiva, Keynes deseaba que la demanda de inversión siempre se encontrara por encima de la oferta de ahorro pues, al final, ambos se igualarían y más valía que se igualaran por lo alto que por lo bajo.
Ahora bien, ¿qué sucederá, según hemos visto, en el mercado de capitales cuando la demanda de inversión supere a la oferta de ahorro? ¿Qué pasará cuando los empresarios quieran invertir más o cuando los capitalistas deseen ahorrar menos? Pues que los tipos de interés subirán. El análisis keynesiano, por consiguiente, debería ver con buenos ojos las situaciones en las que los tipos de interés están muy altos, pues ahí es evidente que todo el ahorro es absorbido en feroz competencia por los empresarios.
Y, sin embargo, dado que resulta empíricamente absurdo sostener que los altos tipos de interés favorecen el crecimiento, el marco keynesiano se las arregla para contradecirse a sí mismo y que los tipos de interés elevados sean una de las mayores amenazas contra la prosperidad, básicamente por dos motivos: primero porque se supone que los altos tipos de interés van asociados con una elevada preferencia por la liquidez (atesoramiento) que obstaculiza la inversión y, segundo, porque se considera que el empresario sólo invertirá cuando la rentabilidad esperada de su plan de negocios supere los tipos de interés, de modo que cuanto más elevados sean éstos, menos incentivos habrá para invertir.
Al margen de las inconsistencias teóricas (la preferencia por la liquidez no eleva necesariamente todos los tipos de interés: puede elevar los tipos a largo y reducir los tipos a corto) y empíricas (casualmente, los períodos en los que el atesoramiento es más elevado suelen ir asociados con períodos en los que los tipos de interés a largo plazo son muy bajos), lo cierto es que el keynesiano es un teórico esquizofrénico que estará permanentemente insatisfecho: si para que su Edén se materialice es necesario que los tipos de interés sean altos, pero al tiempo asocia los altos tipos de interés con la miseria, lo lógico es que siempre que las tasas de interés se eleven —momento en el que un keynesiano debiera estar más calmado y satisfecho— propugne una política monetaria expansiva que las reduzca. Asimismo, cuando se produzca un colapso de la demanda de inversión que provoque una caída de los tipos de interés, los keynesianos defenderán la necesidad de reducirlos aún más, pues no asociarán la minoración inicial con una menor demanda de inversión, sino con una menor preferencia por la liquidez; mas si la demanda de inversión ha colapsado, desde luego no se conseguirá reavivarla con menores tipos, por lo que las facilidades crediticias sólo redundarán en una trampa de la iliquidez que retrase los ajustes en la economía real y en un mayor endeudamiento del Estado que distorsione el proceso de ajuste.
En otras palabras, el keynesiano, por su propio paradigma teórico, se verá siempre abocado a sustituir las carencias de ahorro con respecto a una demanda creciente de inversión por un aumento del crédito bancario no respaldado por ahorro; es decir, sustituirá ahorro por inflación y con ello engendrará un ciclo económico que, a corto plazo —durante el boom económico—, le moverá a la confusión de pensar que, en efecto, la reducción artificial de los tipos de interés ha permitido aumentar la demanda agregada y, con ella, la renta agregada.
El keynesianismo, en suma, sólo es compatible con un sistema económico sumido en recurrentes crisis. Su deficiente comprensión de los tipos de interés le conduce a una esquizofrenia: desear que la demanda de inversión supere la oferta de ahorro pero aborrecer la manifestación que, tal circunstancia, debería tener en los tipos de interés. De ahí a las expansiones descontroladas de crédito fiduciario hay sólo un paso que en las últimas décadas los keynesianos no han dudado ni siquiera un segundo en dar.
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