sábado, 18 de junio de 2011

PERÚ

Ollanta Humala: vista a la derecha

Por Carlos Alberto Montaner

Ollanta Humala ha cancelado su previsto viaje a Venezuela, al menos por ahora, y ha declarado que su país es un aliado estratégico de Estados Unidos en su lucha contra el narcotráfico.

El presidente electo se ha reunido con la cúpula dirigente de los empresarios y parece que el encuentro ha tenido un efecto balsámico sobre el capital. Simultáneamente, el teniente coronel ha pedido a Álvaro Vargas Llosa que viaje a China, Japón, Washington y Bruselas para calmar las aguas financieras, actuando como una especie de provisional ministro de Relaciones Exteriores.

Curiosamente, a los chinos les encanta la idea de que Perú siga por el camino capitalista, lejos de la rabiosa algarabía tercermundista de los países de ALBA. Siempre es más fácil realizar transacciones mutuamente satisfactorias con Estados de Derecho regidos por el mercado que con la tribu tumultuosa de los impredecibles revolucionarios.

Entre los nombres que se barajan para ocupar el cargo de primer ministro está el de Beatriz Merino, una abogada liberal, en el sentido latinoamericano de esa palabra, famosa por su honradez y su compromiso con la defensa de los Derechos Humanos. Si la nombran, además de ser una señal muy importante de sensatez política, será la estocada final al autoritarismo colectivista y otro síntoma de que Ollanta se habrá transmutado de izquierdista carnívoro en un amable socialdemócrata vegetariano al que es factible invitar a tomar café sin temor a que te lance un mordisco.

Es posible que Humala se haya dado cuenta de que la aventura chavista no tiene otro destino en Perú que la crispación, el empobrecimiento colectivo y, muy probablemente, el colapso de las frágiles instituciones democráticas. Tras once años de experiencia chavista, cualquier observador objetivo percibe que el desordenado manicomio venezolano sólo se sostiene en pie por el río de petrodólares que entra en el país. Chávez es el modelo perfecto de gobernante, pero por la otra punta: hay que hacer exactamente lo contrario de lo que prescribe este loquito locuaz y pendenciero.

¿Cómo y cuándo se produjo la transformación de Ollanta Humala? Es imposible saberlo. Tampoco se puede precisar si realmente cambió de opinión y modificó su escala de valores o si se trata, simplemente, de una persona pragmática que entiende sus limitaciones objetivas y actúa en consecuencia.

Ollanta creció bajo la influencia de su padre, el abogado Isaac Humala, un comunista militante y aguerrido, defensor de la vía violenta para imponer sus ideas, que mezclaba el marxismo con el racismo indigenista, quien se ufanaba, como puede comprobar cualquiera que se asome a Youtube, de haber adiestrado a sus hijos Ollanta y Antauro para tomar el poder mediante un golpe militar que implantaría en Perú el reino del etnocacerismo, nombre rimbombante de sus fantasías totalitarias.

Luego Ollanta Humala recibió ayuda económica y respaldo político del presidente venezolano. Chávez apostó fuerte por él durante las elecciones del 2006, ángulo que le sirvió a Alan García para derrotarlo fácilmente en aquellos comicios. Más tarde, parece que fue Lula quien lo llevó al altar para desposarlo con las ideas de la moderación socialdemócrata y de una variante light y costeable del asistencialismo.

Por último, un mes antes de las elecciones recientes, durante la segunda vuelta electoral, comparecieron Mario Vargas Llosa y Alejandro Toledo para leerle la cartilla liberal y forjar con él un pacto que lo llevaría al poder a cambio de respetar las normas de la democracia, la Constitución y el modelo económico que desde hace una década han propiciado el crecimiento general de Perú a tasas cercanas al 8%, aunque en ciertas zonas de Lima ese porcentaje alcanza el 20.

¿Qué hará el chavismo si se confirma la deserción de Humala de sus filas? Si los Wikileaks no mienten, en Ecuador, ante una situación parecida con el presidente Lucio Gutiérrez, a quien Chávez creía haber seducido y luego se separó de esa línea, el venezolano montó una conspiración para derrocarlo. Un tercer hermano de Ollanta, Ulises, profesor universitario y la cabeza mejor amueblada de la familia, piensa y teme que la facción chavista querrá hacer valer su triunfo a cualquier costo. La gran paradoja es que, si gobierna bien, Humala lo hará contra las convicciones de sus antiguos camaradas. El tiempo dirá.

Lenin o Stalin:

UNIÓN SOVIÉTICA

Lenin o Stalin: ¿quién fue peor?

Por Fernando Díaz Villanueva

Me recriminan algunos lectores por correo electrónico haber elegido durante una entrevista a Lenin como el peor de los tiranos del siglo XX. Argumentan, no sin parte de razón, que Stalin, Hitler o Pol Pot mataron a más gente. Uno incluso me acusa de no haber incluido a Franco en la tripleta: según el individuo en cuestión, es el tirano que nos toca más de cerca y "el peor de la Historia de España". En fin, hay gente para todo.

La razón por la que elegí a Lenin sin dudarlo un segundo no se debe tanto al número de víctimas que su Gobierno se cobró –que fueron unas cuantas– como al régimen infame y criminal que diseñó e implantó por la fuerza, sin escatimar crueldades. Un sistema que pervivió setenta años y condenó a la esclavitud a varias generaciones de seres humanos; primero, rusos, luego de todas partes del mundo. Me refiero, naturalmente, al comunismo soviético, la mayor máquina de picar carne que ha conocido la especie humana en toda su historia.

Los izquierdistas, sabedores de que demasiadas cosas fallaron en aquel experimento sangriento, reducen el error al cuarto de siglo que gobernó Iósif Stalin, de ahí que se refieran con tanta pasión condenatoria al estalinismo, dejando el término leninismo –no digamos ya comunismo– para denominar a una noble ideología que aspiraba a emancipar a la clase trabajadora. El comunismo llegó, efectivamente, a su máxima expresión práctica durante los años de Stalin. Fue entonces cuando todo el marxismo teórico se pudo aplicar sin cortapisas en el mayor país de la Tierra, tomando a sus habitantes como cobayas. Pero Stalin, la gallina, no hubiese podido reinar sin Lenin, el huevo.

Aquí es donde empieza un fértil debate historiográfico que dura ya más de medio siglo. ¿Fue Stalin la evolución lógica del régimen instituido por Lenin, o un imprevisto accidente que arruinó la Revolución de Octubre? Aunque la visión que predomina es la primera, creo que es al contrario. Me explico.

Empecemos por el encumbramiento del ogro. Aunque Lenin se sabía mortalmente enfermo, dispuso de tiempo suficiente para nombrar sucesor. Pudo haber elegido a cualquiera, y candidatos no le faltaban. Al terminar la Guerra Civil, León Trotski o Nikolai Bujarin estaban mejor situados para ser los continuadores de la obra del padre fundador. Trotski tenía a su favor la forja del Ejército Rojo y una impecable formación revolucionaria. A pesar de las diferencias teóricas con el líder, era de la absoluta confianza de éste, y sólo las intrigas de la camarilla de Stalin consiguieron alejarle de Moscú. Bujarin, por su parte, era un teórico de primera fila muy popular dentro del Partido, hasta el extremo de que su labor había sido reconocida por Lenin en varias ocasiones. "No sólo es el teórico más valioso y destacado del Partido, sino que además es considerado, merecidamente, el preferido de todo el Partido", llegó a decir de él en su testamento.

Pero Lenin escogió a Stalin. Lo hizo libremente y sin presiones. No hubo por medio golpe de estado alguno, ni excesivas intrigas palaciegas –que, por lo demás, poca mella hacían en la inquebrantable voluntad de Lenin–. De hecho, tanto Trotski como Bujarin mantuvieron más o menos intactas sus esferas de poder al morir Lenin. Pronto caerían en desgracia. Años después, ambos fueron liquidados por órdenes directas del georgiano; Trotski, en su exilio mexicano, y Bujarin durante la Gran Purga.

Que Lenin eligiese a Stalin y no a otros, en principio, nada significa. Pudo haberse equivocado o haber creído ver en su pupilo cualidades que luego resultó no tener. Hay incluso quien asegura que Lenin, moribundo, pidió que se apartase a Stalin del poder porque era muy brusco. Posible pero improbable. Esa brusquedad es la que le había hecho ascender hasta la cúpula del poder soviético, controlada férreamente por Lenin. En definitiva, el Líder apreciaba a Trotski, a Bujarin y a otros miembros del Comité Central, pero su favorito para regir los destinos de la Revolución era Stalin, porque de otro modo le hubiese sacado de la carrera sucesoria mucho antes.

Pero, poniéndonos en la tesis oficial, aun en el caso de que Lenin se hubiese equivocado o hubiera prevenido al Partido de la zafia ambición de Stalin, la herencia que dejó ya venía envenenada. No había otra opción que perpetuar la tiranía bolchevique. Al morir Lenin, la URSS era una autocracia mucho peor que la de los zares. Los poderes que asumió Stalin eran propios de un déspota oriental. Disponía a placer de la vida de todos y cada uno de los habitantes de la Unión Soviética. Y eso se lo debía exclusivamente a su padre político.

El terror, por ejemplo, que fue el santo y seña del stalinismo, fue cosa de Lenin, que lo aplicó sin remilgos en vida. Las frases "Debemos derribar cualquier resistencia con tal brutalidad que no se olvide durante décadas" y "Cuantos más representantes del clero y la burguesía reaccionaria ejecutemos, mejor" no fueron pronunciadas por Stalin, sino por Lenin, cuyo Gobierno –de sólo siete años– sumó tantos muertos como pudo, y de la manera más brutal posible.

El Gulag, la expresión más refinada del espíritu liberticida soviético, fue creación de Lenin. Su sucesor no hizo más que perfeccionarlo y expandirlo a todos los confines de la URSS mediante una extensa red de campos de trabajo esclavo perfectamente coordinada, a la que se dotó de una función económica.

Stalin patentó el término: Gulag; Lenin, la idea.

Dentro del Partido, arrasado por Stalin durante las purgas de los años 30, la omnipotencia del líder era también legado leniniano, que, no obstante, evitó en todo momento ostentar más cargos que el de presidente del Consejo de los Comisarios del Pueblo. Así, la posibilidad de ilegalizar facciones dentro del Partido fue aprobada a instancias de Lenin, decisión que permitió a Stalin moldear el PCUS a su antojo, eliminando a todos los que podían hacerle sombra. No es casual que la primera purga del Partido fuese llevada a cabo por Lenin tan pronto como en 1921.

En definitiva: Lenin instauró una dictadura personal sin la cual el stalinismo nunca hubiese sido posible. De lo que careció es de tiempo para ejercerla, porque murió prematuramente, con sólo 53 años. Cuenta Richard Pipes que, siendo Molotov ya muy mayor, le preguntaron quién de los dos –Lenin o Stalin– había sido más duro. El viejo político, que había servido a ambos, contestó sin dudarlo:

Lenin, por supuesto. Recuerdo cómo reprendía a Stalin por ser demasiado blando y liberal.

No seré yo quien le lleve la contraria.

¡Que paguen los más ricos!

Economía paso a paso

¡Que paguen los más ricos!

Juan Ramón Rallo

&quote&quoteSería como cortar la caña de pescar en 10 trozos y esperar que cada uno de esos trozos siga cazando 10 peces cada año: no, una vez destruida la estructura de la caña de pescar, su capacidad para extraer peces desaparece.

Una de las principales críticas que se dirigen contra el capitalismo es la desigual distribución de la riqueza. Los hay muy pudientes y los hay muy desharrapados, de modo que aparentemente la equidad exigiría que parte de la riqueza de los primeros fuera a parar a los segundos para nivelar las diferencias: al cabo, los acaudalados ni siquiera lo notarían y los más pobres obtendrían suculentos beneficios.

De hecho, éste es en parte el propósito de nuestros modernos Estados del Bienestar y, asimismo, ésta es la receta mágica que algunos propugnan para lograr atajar los déficits públicos actuales sin recortar el "gasto social": recuperar o subir el impuesto sobre el patrimonio y sobre sucesiones, crear un impuesto para las grandes fortunas, gravar con mayor intensidad las rentas procedentes del ahorro... Pero, ¿realmente nos conviene que toda la fiesta la paguen los más ricos? Mejor dicho, ¿qué significa exactamente eso de que "paguen los más ricos"?

Muchas veces –demasiadas– tendemos a simplificar la realidad económica en imágenes o conceptos que nos resulten manejables y que podamos entender. Cuando pensamos en una persona es rica, nos imaginamos de inmediato a un individuo que, cual Tío Gilito, tiene piscinas llenas de oro (o de dinero fiduciario) que le permiten comprar cualesquiera bienes y servicios. La redistribución de la renta, por consiguiente, sería algo tan fácil como arrebatarles unas poquitas monedas de oro a los tíos gilitos para dárselas a los carpantas de este mundo.

El problema es que la estampa no resulta en absoluto realista. Los ricos no son unas personas que tienen muchísimo dinero en el banco, sino gentes que poseen un enorme patrimonio en forma de tierras, inmuebles o, sobre todo en nuestras sociedades capitalistas, participaciones en empresas. Cuanto oímos que Bill Gates o Warren Buffett poseen zillones de dólares, no es que acumulen entre los dos el 99% de todos los dólares en circulación, sino que su cartera de propiedades y empresas (como Microsoft o Coca-Cola) alcanza un valor de mercado de zillones de dólares.

Y, ahora, deténgase a pensar un momento. ¿Por qué Microsoft o Coca-Cola valen lo que valen? ¿Porque tienen ambas un almacén gigantesco repleto de miles de millones de sistemas operativos y de latas de cola? No precisamente: las mercancías presentes de esas compañías son una minúscula parte de su valor de mercado; a fecha de hoy, por ejemplo, Microsoft tiene un valor bursátil de 204.000 millones de dólares y sus inventarios apenas ascienden a 1.000 millones; Coca-Cola asciende a 150.000 millones con unos inventarios de apenas 3.000. ¿De dónde viene entonces el enorme valor de mercado de estas empresas que convierte a sus principales propietarios en los hombres más ricos del planeta?

Pues de los bienes que se espera que produzcan dentro de 5, 10 ó 20 años. Dicho de otra manera, Microsoft, Coca-Cola (y todas las demás empresas) no son valiosas por lo que han producido hasta la fecha hoy, sino por lo que producirán mañana. Es más, me atrevería a decir que ni siquiera derivan su valor de lo que producirán mañana, pues nadie, ni siquiera Bill Gates, sabe qué productos sacará a la venta Microsoft dentro de 20 años (en el caso de Coca-Cola este juicio predictivo resulta algo más sencillo). El valor de las compañías –y por tanto, el patrimonio de los "ricos"– procede de su capacidad para generar, mantener y ampliar un modelo de negocios que sirva al consumidor mejor que sus competidores, esto es, de su capacidad para generar beneficios de manera sostenida a lo largo del tiempo (lo que en términos contables se conoce como "fondo de comercio" o Goodwill).

Por desgracia para los redistribucionistas, esa capacidad de generación futura de beneficios no puede consumirse en el presente (no nos podemos beber los millones de litros de cola que se fabricarán en el año 2025), de modo que para perseguir fiscalmente a los ricos sólo quedan dos opciones: o quedarse con una parte de la renta que su patrimonio genera en el presente o apropiarse directamente de una porción de ese patrimonio (de sus empresas, inmuebles, tierras...).

Lo primero es lo que consiguen los impuestos sobre la renta (IRPF o Sociedades): parte del valor monetario de la producción anual (beneficios, rentas de alquiler, intereses...) se transfiere al Estado y éste presuntamente lo redistribuye entre la población. El perjuicio más evidente de este tipo de tributos es que, por un lado, minoran los recursos a disposición de capitalistas y empresarios, que podrían haber sido reinvertidos en la generación de más bienes futuros de consumo futuros (nos volvemos más pobres de lo que podríamos haber sido); por otro, disminuyen la remuneración que recibe el capitalista por asumir riesgos al invertir y por retrasar la satisfacción de sus necesidades al ahorrar.

Pero acaso resulten más dañinos los segundos tipos de impuestos: los impuestos sobre el patrimonio y las herencias. En este supuesto, si el monto del impuesto supera al de la renta anual generada por el patrimonio productivo, el capitalista tendrá que desmembrar y liquidar parte de ese aparato productivo, socavando así su producción de riqueza futura para los consumidores.

Imaginemos, para entenderlo, que con una caña de pescar podemos recoger 100 pescados al año y que el valor de mercado de esa caña es de 600 pescados. Si consideramos que el propietario de la caña es un rico capitalista comeniños al que hay que esquilmar fiscalmente, podemos imponerle, por ejemplo, un tributo sobre la producción anual de pescado del 50%, de modo que cada doce meses deberá entregarle al Estado 50 pescados. Como consecuencia, el pescador dispondrá de 50 pescados menos cada año para fabricar nuevas cañas e incluso, dependiendo de la magnitud del impuesto (imaginemos uno del 90%), podría llegar a plantearse dejar de pescar.

Ahora supongamos, en cambio, que se aprueba un impuesto del 20% sobre el patrimonio del pescador (sobre el valor de mercado de su caña de pescar), de modo que cada año deberá entregarle al Estado 120 pescados. ¿Cómo podrá hacerlo si su producción anual es de 100 pescados? De ninguna manera: simplemente esos 20 pescados extra que exige el Estado no existen (pues se producirán a lo largo del próximo ejercicio). Como mucho, el pescador podría tratar de vender una parte de la caña con un valor de mercado equivalente a 120 pescados... si es que hay algún otro malvado e insolidario capitalista que tenga ahorrados físicamente esos 120 pescados.

Sin embargo, recordemos que el mayor valor de las empresas no deriva de sus bienes de capital físicos, sino de la correcta ordenación de éstos para seguir generando beneficios en el futuro. ¿Qué sucederá si el sistema fiscal comienza a trocear y a redistribuir, no ya unos bienes de consumo que no existen, sino partes sueltas de una empresa? Pues que la capacidad de generación de bienes de consumo futuros por parte de esas compañías se desmoronará. Vamos, que no van a seguir produciendo la misma cantidad de bienes pero de manera más fragmentada; no, se destruirá riqueza en términos absolutos. Lo contrario sería como cortar la caña de pescar en 10 trozos y esperar que cada uno de esos trozos siga cazando 10 peces cada año: no, una vez destruida la estructura de la caña de pescar, su capacidad para extraer peces desaparece. Lo mismo sucede con las empresas: una vez desmembrada la armonía entre sus distintas partes, su capacidad para producir en el futuro bienes y servicios que satisfagan a los consumidores, se esfuma. ¿O acaso creen que cada uno de los bienes de capital de Apple (ordenadores, formación de los trabajadores, edificios, mesas, saldos de tesorería...) seguirá siendo igual de productivo si pierde sus sinergias con el resto de la compañía y si deja de estar bajo la sabia dirección de Steve Jobs? Obviamente no: pasarán de generar una enorme riqueza a morirse de asco sin contar con casi ninguna función.

Por eso, el margen para que "paguen los más ricos" es tan estrecho. No ya porque el capital sea bastante móvil y pueda huir con relativa rapidez de aquellos Estados que lo quieren confiscar, sino porque la tributación de las grandes fortunas es literalmente merendarse la gallina de los huevos de oro. Si queremos dividir en 10 trozos una caña de pescar con un valor de mercado de 600 pescados, no obtendremos 10 trozos con valor de 60 pescados, sino 10 trozos con valor 0. Gravar a los ricos no es consumir hoy parte de la renta presente que tienen almacenada en algún banco suizo; tampoco es adelantar a hoy parte del consumo que habríamos realizado mañana; no, es consumir unas migajas hoy a cambio de destruir una enormidad de bienes y servicios que se habrían podido producir y consumir mañana.

Pero eh, aquí, como tantas otras veces en la economía, nos topamos con el insalvable obstáculo de que lo que se ve (los progresistas impuestos a los avariciosos ricos) machaca inmisericordemente en el imaginario colectivo a lo que no se ve (la enorme merma de nuestra renta futura).

Puede dirigir sus preguntas a contacto@juanramonrallo.com

Juan Ramón Rallo es doctor en Economía, jefe de opinión de Libertad Digital y profesor en el centro de estudios Isead. Puede seguirlo en Twitter o en su página web personal. Su último libro es Crónicas de la Gran Recesión (2007-2009).

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